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bres. Era cada día menos activo y más soñador. Se sorprendía a veces holgando, pasando las horas muertas sin examinar nada, sin estudiar cosa alguna concreta; y, sin embargo, no le acusaba la conciencia con el doloroso vacío que siempre nos delata la ociosidad verdadera. Sentía que el tiempo de aquellas vagas meditaciones no era perdido.

Una noche, oyendo a un famoso sexteto de ínclitos profesores interpretar las piezas más selectas del repertorio clásico, sintió con delicia y orgullo que a él le había nacido algo en el alma para comprender y amar la gran música. La sonata de Kreutzer, que siempre había oído alabar sin penetrar su mérito como era debido, le produjo tal efecto, que temió haberse vuelto loco; aquel hablar sin palabras, de la música serena, graciosa, profunda, casta, seria, sencilla, noble; aquella revelación, que parecía extranatural, de las afinidades armónicas de las cosas, por el lenguaje de las vibraciones íntimas; aquella elocuencia sin conceptos del sonido sabio y sentimental, le pusieron en un estado místico que él comparaba al que debió experimentar Moisés ante la zarza ardiendo.

Vino después un oratorio de Händel a poner el sello religioso más determinado y más tierno a las impresiones anteriores. Un profundísimo sentimiento de humildad le inundó el alma; notó humedad de lágrimas bajo los párpados y escondió de las miradas profanas aquel tesoro de su