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primera vez después de muchos años, sintió el impulso de orar como un creyente, de adorar con el cuerpo también, y se incorporó en su lecho, y al notar que las lágrimas ardientes, grandes, pausadas, resbalaban por su rostro, las dejó ir, sin vergüenza, humilde y feliz, ¡oh! sí, feliz para siempre. "Puesto que había Dios, todo estaba bien."

Un reloj dió la hora. Ya debía de ser de día. Miró hacia la ventana. Por las rendijas no entraba luz. Dió un salto, saliendo del lecho, abrió un postigo y... el sol había abandonado a la aurora, no la seguía; el alba era noche. Ni sol ni estrellas. El reloj repitió la hora. El sol debía estar sobre el horizonte y no estaba. El cielo se había caído al abismo. "¡Estoy ciego!", pensó Arial, mientras un sudor terrible le inundaba el cuerpo y un escalofrío, azotándole la piel, le absorbía el ánimo y el sentido. Lleno de pavor, cayó al suelo.

***

Cuando volvió en sí, se sintió en su lecho. Le rodeaban su mujer, sus hijos, su médico. No los veía; no veía nada. Faltaba el tormento mayor; tendría que decirles: no veo. Pero ya tenía valor para todo. "Seguía habiendo Dios, y todo estaba bien." Antes que la pena de contar su desgracia a los suyos, sintió la ternura infinita de la piedad cierta, segura, tranquila, sosegada, agradecida. Lloró sin duelo.

"Salid sin duelo, lágrimas, corriendo."