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me enamoró su madre. Y ¡sobre todo, está ahí la música!"

Y D. Jorge, a tientas, se dirigía al piano, y como cuando tocaba a obscuras, cerrando los ojos de noche, tocaba ahora, sin cerrarlos, al mediodía... Ya no se reían los hijos y la madre de las melodías que improvisaba el padre: también a ellos se les figuraba que querían decir algo, muy obscuramente... Para él, para D. Jorge, eran bien claras, más que nunca; eran todo un himnario de la fe inenarrable que él había creado para sus adentros; su religión de ciego; eran una dogmática en solfa, una teología en dos o tres octavas.

Don Jorge hubiera querido, para intimar más, mucho más, con los suyos, ya que ellos nunca se separaban de él, no separarse él jamás de ellos con el pensamiento, y para esto iniciarlos en sus ideas, en su dulcísima creencia...; pero un rubor singular se lo impedía. Hablar con su hija y con su mujer de las cosas misteriosas de la otra vida, de lo metafísico y fundamental, le daba vergüenza y miedo. No podrían entenderle. La educación, en nuestro país particularmente, hace que los más unidos por el amor estén muy distantes entre sí en lo más espiritual y más grave. Además, la fe racional y trabajada por el alma pensadora y tierna—¡es cosa tan personal, tan inefable!—Prefería entenderse con los suyos por música. ¡Oh, de esta suerte, sí! Beethoven, Mozart, Händel, hablaban a todos cuatro de lo mismo. Les decían, bien claro estaba, que el pobre ciego tenía dentro del alma