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creería que por gustarme tanto su cuerpo, yo admiraba su talento, su imaginación, sus caprichos, traducidos de sus imprudentes lecturas...

Ello fué que una noche, en un baile, después de cenar, a la hora de la fatiga voluptuosa en que las vírgenes escotadas y excitadas parece que olfatean en el ambiente perfumado los misterios nupciales con que sueña la insinuante vigilia, Violeta, a solas conmigo en un rincón de un jardín, transformado en estancia palatina, me contó su secreto, que empezaba como el de cualquier romántica despreciable, diciendo:

"Yo estoy enamorada de un imposible."

Pero seguía de esta suerte:

"Yo estoy enamorada de un Centauro. Este sueño de la mitología clásica es el mío; para mí todo hombre es poco fuerte, poco rápido y tiene pocos pies. Antes de saber yo de la fábula del hombre-caballo, desde muy niña sentí vagas inclinaciones absurdas y una afición loca por las cuadras, las dehesas, las ferias de ganado caballar, las carreras y todo lo que tuviera relación con el caballo. Mi padre tenía muchos, de silla y de tiro, y cuadras como palacios, y a su servicio media docena de robustos mozos, buenos jinetes y excelentes cocheros. Muy de madrugada, yo bajaba, y no levantaría un metro del suelo, a perderme entre las patas de mis bestias queridas, bosque de columnas movibles de un templo vivo de mi adoración idolátrica. No sin miedo, pero con deleite, pasaba horas enteras entre los cascos de los nobles brutos, cu-