forman acá y allá espesos boscajes interrumpidos por claros espaciosos que dejan gozar libremente de la luz y hermosura de los cielos. Unas veces desplegando libremente su ramaje, se muestran con la fisonomía peculiar a cada especie; otras veces en densos grupos, forman sombríos embovedados; y otras, se encorvan sobre las aguas, oprimidos con la muchedumbre de sus frutos.
Aquí el naranjo esférico ostenta majestuoso su ropaje de esmeralda, plata y oro; allí el cónico laurel de hojas lucientes, refleja el sol en mil destellos; allá asoman sus copas el álamo piramidal, la esbelta palma, el enhiesto aliso y el sauce de contornos aéreos, que mece sus cabellos al leve impulso de los céfiros; más allá los durazneros, de formas indecisas, compiten entre sí en la copia y variedad de sus pintados frutos; y por todas partes el seibo florido, patriarca de este inmenso pueblo vegetable, muestra orgulloso sus altos penachos del más vivo carmín y extiende sus brazos á las amorosas lianas, que lo visten de galas y guirnaldas, formando encumbrados doseles, graciosos cortinados y umbrosas grutas que convidan al reposo y al deleite.
Aun los árboles privados de su verdor y de su savia se ven vistosamente adornados de agáricos y líquenes, festonados de bonitas enredaderas, y embalsamados por la flor del aire, planta inmortal que vive de las auras.
Los globosos panales del camuatí y la lechiguana, cual desmesurados frutos, cuelgan aquí y allí, doblegando los arbustos con el peso de la miel más pura y delicada.
Si en la edad dorada los troncos y las peñas destilaban los tesoros de la abeja, escondido en sus huecos, aquí se brindan al deseo en colmenas de