Primeramente el salvaje, que suele derribar el árbol para tomar su fruta, los hubiera talado para calentarse al fuego de sus leños; después el civilizado, no menos egoísta e imprevisor, hubiese dado cabo a la devastación.
Véase, pues, como la desestimación de su madera es también una de las condiciones indispensables para el objeto de su creación.
El ombú no sirve ni para el fuego, es frase repetida por el hombre irreflexivo; pues a eso cabalmente se debe su conservación, de tanta importancia para los habitantes de la pampa. El seibo tampoco es bueno para la lumbre, y aunque su frágil madera es de algún provecho, su aplicación, antes indicada, es limitadísima y de poco interés.
Asi como el ombú refrigera con la frescura de su sombra a los hombres y animales, cuando el sol abrasa la tierra con sus rayos; así el seibo, cuando las aguas se retiran, derrama sobre las plantas que lo rodean una lluvia de agua cristalina que mana de sus ramas. Algunas veces he plantado al pie de un seibo algunas tomateras que han prosperado admirablemente en un suelo constantemente humedecido por las fuentes del árbol.
Suelen verse varias de sus ramas envueltas en grandes espumarajos, de los cuales destila la savia gota a gota. Dentro de esa espuma se rebulle un enjambre de larvas, cuyas madres seguramente han sido las que, picando la corteza al desovar, han abierto las fuentes para la extravasación de la savia. Es creencia vulgar que de esas larvas salen los tábanos, pero no es así. Yo he observado sus transformaciones; de ellas resulta un insecto alado, verde, saltón, como de seis líneas de largo, de corselete muy ancho terminado en dos