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Capítulo XXXII

La noche en las islas


Las sombras y el silencio de la noche habían sucedido a la agitación y al bullicio; más luego una suave claridad ilumina de nuevo los objetos; era la plácida luz de la luna en toda la plenitud de su esplendor. Las aguas tranquilas del Tempe resplandecían como ríos de plata líquida fluyendo de los senos misteriosos de sus bosques. ¡Cuán delicioso es navegar por estos frondosos riachuelos, en una noche serena, a la luz argentada de la luna! ¡Oh, cuánto, en la edad juvenil, cuánto se enajena el alma al contemplarla, transportándonos al ideal de nuestros primeros sueños de ventura! Y después que el tiempo ha descorrido el velo de las dulces ilusiones, todavía su luz apacible nos infunde la calma y nos inspira al recogimiento.

Nuestra barquilla ha penetrado por una abra espaciosa, cuyas márgenes no se ven sino como dos fajas uniformes y sombrías. En la una y en la otra innumerables luciérnagas hacen centellear como relámpagos sus doradas luces fosfóricas. Una aura fresca y perfumada templa el calor sin rizar la tersa superficie de las aguas que nos muestran