en la fatiga o el hastío de los placeres de los sentidos. Absorto en estas reflexiones, no había notado que ya un sol radiante había disipado las sombras del crepúsculo y los vapores del río. Me hallaba a la entrada de un dilatado bosque de seibos imponentes por su grandeza; bellos por sus flores y los festones de lianas que ondeaban de copa en copa, amenizados por los juegos de la luz del sol que penetraba en lampos temblorosos por entre el agitado ramaje. El árbol que me daba sombra estaba más espléndidamente decorado que los otros; entre mi árbol y el bosque se extendía un pequeño campo, y en medio de él descollaba un mirto florido. Mil susurros agradables se sucedían a mi alrededor, y un ambiente fresco y oloroso, no sé por qué, al repirarlo me llenaba de contento y embargaba mi espíritu en una vaga y dulce contemplación.
Repentinamente despierta mi atención una música deliciosa que parecía resonar en todos los ámbitos del bosque. Cuanto acento encantador puede salir de la garganta de las aves; cuantas seducciones hay en los instrumentos músicos más bien tocados y en la voz humana más dulce, más melodiosa y más querida, parecían haberse reunido en los acentos que escuchaba. La luz y el perfume y las bellezas que me habían enajenado, se habían confundido con la célica armonía para no formar sino un solo concierto. Mis ojos buscan anhelosos la Sílfide, la Ondina o la Sirena que producen el encanto, cuando una faja vaporosa, compuesta de innumerables alas, elevándose en espiral sobre el mirto solitario, me presenta en su cima a la calandria ejecutora de aquel portento de melodías.