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tiría por ella una piedad profunda, o la rechazaría como a una mujer liviana y pérfida?

Siempre que pensaba en el momento en que se decidiría al cabo, a abrirle su lacerado corazón, se ponía pálida y cerraba los ojos de espanto.

Fueron desfilando ante el barco el umbrío parque de Oreanda, las nobles ruinas del Palacio de Mármol, el palacio rojo de Livadia, las montañas cubiertas de viña, y, por último, circundado de una gigantesca herradura de montañas apareció el anfiteatro alegre y policromo de la ciudad de Yalta con las cúpulas áureas de la catedral, los finos, esbeltos y obscuros cipreses; el muelle de piedra, pululante de hombres, caballos y coches, que parecían a lo lejos de juguete.

Luego de dar lenta y prudentemente una vuelta sobre sí mismo, el barco se detuvo junto al embarcadero. Al punto, la muchedumbre de viajeros, con un estúpido apresuramiento de rebaño, se lanzó hacia la escalera atropellándose y estrujándose. Elena sintió un vivo movimiento de repulsión ante aquellas nucas de hombres congestionadas, aquellos rostros excitados y malévolos de mujeres, aquellos centenares de manus cubiertas de sudor, aquellos codos amenazadores.

En toda aquella gente advertía la presencia de la fiera que la había ofendido mortalmente la noche anterior.

Hasta que no hubieron bajado casi todos los pasajeros y no quedó desierto el puente, Elena no se aproximó a la escalera. En seguida vió a su