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para Natalia Davidovna; tan grande era el respeto que les inspiraba.

Había estudiado en el mismo instituto, y lo había hecho con tanta brillantez que se le había concedido una medalla de oro. Luego se había quedado en el establecimiento como inspectora. Se diría que no había tenido infancia ni pasado, ni nada que se pareciese ni remotamente a la novela sentimental indispensable en los institutos de señoritas, como si hubiera nacido ex profeso para llegar a ser inspectora.

Sin embargo, era hermosa. Tenía las facciones finas y la tez de un moreno pálido, uno de esos rostros que gustan a los hombres. Su talle esbelto provocaba la admiración general. Pero, con todo, no se atrevía nadie a hacerle la corte; todos lo consideraban un sacrilegio y una grave ofensa para aquella mujer austera consagrada a la educación en cuerpo y alma.

Uno de los protectores del instituto la llamaba "centinela eterna". Y, en efecto, consagraba al servicio del establecimiento veinte horas diarias, dedicando al sueño sólo cuatro. A veces, con tácitos pasos, pasaba a media noche, cuando todos dormían, por los dormitorios. Conocía al dedillo la vida íntima del instituto, y parecía poseer el don de leer los pensamientos más arcanos.

En los diez y seis años de su servicio Natalia Davidovna no había pedido más que una vez una licencia larga: cuando, por prescripción facultativa, se vió precisada a marcharse a Odesa cua-