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La escala de virtud y de arrepentimiento por donde se elevaba con tanta paciencia hacía veinte años se había desplomado de pronto bajo sus pies.

Desesperado, miró la astilla negra y seca que acostumbraba a mirar todos los días. Y de repente ¡oh, milagro!—la vió cubrirse de botones verdes, de hojas y de flores fragantes.

Demir—Kaia cayó de hinojos y empezó a llorar de alegría. Había comprendido que el gran Allah misericordioso, en su sabiduría infinita, le había perdonado la muerte de noventa y nueve inocentes en gracia a la muerte de un solo traidor.