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veían—dormitaban cerca de la orilla. Más lejos se divisaba un barco de tres palos, con todo el blanco velamen hinchado por el viento. Parecía inmóvil, suspendido en el aire.

—Comprendo tu entusiasmo—dijo Vera—. Pero sobre mí, el mar produce una impresión muy diferente. Cuando lo veo por primera vez después de mucho tiempo, me conmueve, me llena de alegría, hiere mi imaginación. Parece que veo por primera vez un milagro grandioso y solemne. Pero luego, cuando me acostumbro a su contemplación, su inmensidad desierta me aburre. Me canso de mirarlo, y lo miro lo menos posible. Tengo ya bastar.te mar.

Ana sonrió.

—¿Por qué te sonríes?—preguntó Vera.

—El verano pasado—dijo Ana—hicimos una excursión a caballo desde Yalta a las montañas. Subiendo, subiendo, nos metimos en las entrañas de una espesa nube. Se sentía una gran humedad y casi no se veía. Seguimos subiendo por una senda muy en cuesta, que atravesaba una pinada. De pronto salimos de la pinada y de la niebla, y el espacio libre se abrió ante nosotros. Figúrate un claro del bosque entre rocas enormes, junto a un precipicio terriblemente hondo. Las aldeas se veían desde allí pequeñísimas, no mayores que cajas de cerillas; los bosques y los parques parecían trocitos de tierra y cubiertos de menuda hierba. Todo el valle descendía hacia el mar y parecía un mapa inmenso. ¡Y el mar se extendía a lo lejos, majes-