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mento me enamoré locamente de ella... Mi amor fué como una chispa eléctrica que hubiera pasado por entre nosotros...

Calló y se llevó a los labios el vaso de vino.

—¿Y se le declaró usted?

—Naturalmente; pero... sin palabras... He aquí do que pasó...

—Abuelito, espero que no nos hará usted ruborizarnos dijo Ana con una sonrisa picaresca.

—No, no. Nuestra novela fué muy correcta. En Bucarest, el vecindario era muy amable con nosotros. Un día que me puse a tocar el violín, las muchachas acudieron a bailar. Y desde entonces tuvimos baile casi todas las tardes. Una tardedurante el baile, salí al vestíbulo, adonde poco antes había salido la heroína de mi novela, la joven búlgara, que al verme empezó a hundir las manos en el gran montón de pétalos de rosa secos que suele haber en muchas casas de Bucarest.

Yo la abracé, la estreché contra mi corazón y le di mil besos en la boca.

El general calló un instante como para reunir sus recuerdos, y continuó:

—Desde entonces, todas las noches tuve entrevistas con mi amada, junto a la que olvidaba todas mis penas y preocupaciones. Y cuando recibimos la orden de dejar la ciudad, cambiamos un juramento de amor eterno.

—¿Y a eso se redujo todo?—dijo con desencanto Ludmila Lvovna, la cuñada de Vera.

—¿Qué más quería usted, señora?