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VIII

Ana y Bajtinsky iban delante. A unos veinte pasos de ellos iba el general Anosov, del brazo de Vera. La noche era tan obscura que en los primeros momentos, mientras los ojos no se habituaban a las tinieblas, no se distinguía el camino.

Anosov, que a pesar de sus años tenía buena vista, servíale a Vera de guía. De cuando en cuand.acariciaba cariñosamente con su gran mano fría la mano fina de la joven, que descansaba sobre la manga de su abrigo.

—¡Tiene gracia esta Ludmila Lvovna! —dijo de pronto el viejo, como si continuase en alta voz su pensamiento. En cuanto una mujer pasa de los cincuenta años, se aficiona terriblemente a mezclarse en los amores de los demás, sobre todo si es soltera o viuda, o espía y calumnia, o se complace en hacer felices a los enamorados, o —es el caso más inofensivo—habla a toda hora del amor sublime, ideal... A mi juicio, la gente de nuestra época no sabe amar. Yo no veo ya verdadero amor. No lo veía tampoco en mi juventud.

—¡Vamos, abuelo!—objetó cariñosamente Vera, estrechándole con suavidad la mano—. Se calumnia usted... Usted se casó, luego amó...

—Niego la consecuencia, Verita... ¿Sabes tú cómo me casé? Ella era joven, fresca, y se me figuraba en extremo modesta y tímida. Casi no se atrevía a mirarme; bajaba los ojos, que som-