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—Conozco también otro caso más triste aún —dijo el general—. En él la heroína es joven y bella, pero perversa como la del anterior. Se conducía como una verdadera prostituta. No éramos rigurosos en demasía en lo tocante a las pequeñas intrigas de amor; pero aquello pasaba de castaño obscuro. El marido se percataba de todo, y no se inmutaba. Cuando los amigos aludíamos a la conducta de su mujer, respondía: "¡No importa! Yo no me meto en nada. Con tal de que Elenita sea feliz..." ¡Imbécil! Ultimamente ella se puso en relaciones con un joven teniente llamado Vichniakov, de la misma compañía. Y vivían en una especie de matrimonio trilateral, como si fuera la cosa más natural del mundo. Nuestro regimient» no tardó en recibir orden de marchar al teatro de la guerra. Nuestras mujeres fueron a despedirnos a la estación. Ella salió también, y era un espectáculo vergonzoso verla abrazar con efusión a su teniente ante todos los circunstantes, sin hacer caso de su marido, a quien le gritó cuando estábamos ya en el tren: "Ten cuidado de Volodia—tal era el nombre de su amante—. Si le ocurre alguna desgracia, no volverás a verme nunca."

—¿Y el marido se sometía a todo?—preguntó Vera.

—Sí. Y, sin embargo, era un hombre de corazón, valiente, intrépido. Hacía milagros en los campos de batalla. En un combate lanzó a su compañía catorce veces al asalto de una posición tur-