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do, empezaba a bajar de pronto de un modo muy rápido, y, terminado su descenso, empezaba de nuevo a elevarse. Parecía que el barco respiraba pesadamente como un monstruo. Al vaivén de sus movimientos, Elena se sentía, ora pesadísima y como clavada en el banco, ora ingrávida e inestable sobremanera. Aquellos cambios le preducían sufrimientos que no había experimentado en su vida.

La ciudad y la costa habían desaparecido hacía tiempo. La vista podía recorrer, sin encontrar ningún obstáculo, la circunferencia del horizonte. A lo lejos el mar estaba cubierto como de borreguitos blancos; junto al barco se abrían anchos agujeros en el agua, sobre la que blanquea ba una espuma espesa.

—¡Perdón, señora! — oyó decir, de pronto, Elena.

Alzó los ojos y vió junto a ella al segundo de a bordo, que la miraba con ojos acariciadores, inflamados por el deseo, y decía:

—Permítame, señora, que le dé un consejo:

no mire usted abajo; eso produce vértigos. Es mejor mirar a lo alto y a un punto fijo, por ejemplo, una estrella. Pero lo más conveniente sería que se acostase usted.

—Gracias, no necesito nada respondió ella, volviendo la cabeza a otro lado.

Mas él no se iba y seguía diciendo, con la voz halagadora y tierna de un hombre acostumbrado a conquistar los corazones femeninos: