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no la hubiera sostenido, cogiéndola por la cintura sin malicia alguna. Ella dijo con tono más suave:

—Muchas gracias, pero déjeme usted... Me encuentro mal.

El marino le hizo un saludo militar, tocándose con los dedos la gorra.

—¡A sus órdenes, señora!—se despidió.

Y se alejó a toda prisa.

Elena, acomodándose mejor en el banco, apoyó los brazos en la balaustrada, y en ellos la frente, y cerró los ojos. El griego, que acababa de dejarla tranquila, no le parecía ya peligroso. Lo consideraba un cobarde, miserable y ridículo.

Luego, de repente, sin ninguna razón lógica, se acordó de una canción frívola que le gustaba cantar a su hermano. Después empezó a pensar en Vasiutinsky y sus amigos y en su marido, en el trabajo que ella hacía para él en una máquina de escribir.

Trataba de imaginarse lo feliz que sería al volver a verle, después de la ausencia; pero todos sus pensamientos resbalaban por la superficie de su cerebro, parecían incoloros, lejanos, indiferentes y no conmovían el corazón. Su cuerpo estaba quebrantado y se sentía débil, como después de un síncope. Un sudor frío la cubría de pies a cabeza. Tenía las manos húmedas y como de algodón. Temía un nuevo desvanecimiento.

De pronto todo se nubló ante sus ojos; sintió en la garganta un cosquilleo extraño; su corazón em-