peleador de alma atravesada, y jugaba platales que se agenciaba no sé cómo: dicen que se los daba el pillo del escribano Ferreiro, para que le guardara las espaldas, y para que asustara á sus contrarios políticos... ¡con nada! palizas y hasta puñaladas y tajos si á mal no venía.
—¡Lindo su tordillo!—le dije, eligiéndolo de ahijado, porque era hombre de meterle un cien y es lo que me convenía.—¡Lástima fque se haya puesto tan gordo!
—¿Gordo? ¡No embrome! Está en carnes, compadre, y es capaz de tragarse al más pintan. Y eso, que venimos de lejos...
¡Mentira! Hacía una semana que lo tenía descansadito en el Pago, preparándolo.
—¡Bah!—le volví á decir para calentarlo más.— En cuanto principian á echar panza...
Me miró riéndose para que no le conocieran la rabia.
—¡No cargue, que no hay quien lave, pai-