Afuera de la ramada había colgado un cuarto de carne, y una nube de moscas revoloteaban al rededor, mientras que otras, paradas, estaban acresándolo. Pero de balde miré á todos lados á ver si había gente: no vi á nadie.
—¿Cómo puede vivir esta pobre mujer, en tanta soledad?—pensé.—Los perros no bastan para cuidarla, porque cualquier malevo los achura, y después á ella, y le roba hasta la última hilacha... ¡Se necesita ser guapa!... Sólo que la gente haya ido al pueblo...
Ya me empezaba á interesar la gringa, así es que me volví á las casas y le pregunté:
—Perdone, misia Carolina; pero ¿usted está sola aquí, en esta casa?
—Sí—me contestó—no somos más que yo, y un viejito que está ahí, en el bajo del arroyo, cuidando los chanchos. Es el que me ayuda un poco.
—¡Caramba, señora! ¿Y no tiene miedo de