á un acontecimiento inesperado, le conocía. Ya era bastante malo que tuviese un nombre respecto del cual nada podía saber, que nada decía, y era mucho peor cuando aquel nombre fué revestido con detestables imputaciones; y el espeso y nebuloso velo que había cubierto sus ojos durante tanto tiempo se rasgó de golpe para dejarle ver á un verdadero demonio.
Después de esto, apagó la bujía, se puso un gabán, y salió. Encaminóse hacia la plaza Cavendish, ciudadela de la Medicina, en donde su amigo, el gran doctor Lanyón, tenía su casa, y recibía á sus numerosos clientes. "Si alguien sabe, será Lanyón," se dijo á sí mismo el jurisconsulto.
El solemne ayuda de cámara le conocía, y le saludó; como no se le sometía á las interminables antesalas de las visitas ordinarias, fué directamente desde la puerta hasta el comedor, en donde se hallaba el doctor Lanyón.
El doctor era un caballero que vivía bien, excelente compañero, saludable, bien