y poseído de un presentimiento absoluto y supersticioso de un buen éxito, se ocultó en la entrada del callejón.
Los pasos se acercaban rápidamente, haciéndose más y más distintos en el recodo de la calle. El abogado, mirando desde su escondite, no tardó en ver con qué clase de hombre se las tenía que haber. Este era pequeño, vestido con sencillez; su exterior, aun á aquella distancia, no fué enteramente del agrado del observador. El hombre fué derecho á la puerta, atravesando el arroyo para ganar tiempo, y sin dejar de andar, sacó una llave del bolsillo, como quien llega á su casa.
El Sr. Utterson atravesó la calle y le tocó el hombro cuando pasaba, diciendo:
—El Sr. Hyde, si no me equivoco?
Hyde retrocedió vivamente, y su respiración pareció cambiarse en un silvido. Pero su temor sólo fué momentáneo, y aunque no podía ver el rostro del abogado, contestó con sequedad:
—Ese es mi nombre. ¿Qué me queréis?