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habían dicho cuándo hay que dar un cigarrillo a un tártaro para alcanzar el perdón de los pecados. Un centenar de pecados! ¡Eso ya es algo!

¡Y por un solo cigarrillo!

—Oye—dijo al pope—. Tengo aquí cinco cigarrillos; a mí me basta uno; le voy a dar al tártaro los otros cuatro. Serán cuatrocientos pecados que me perdonen.

—Vuelve la cabeza y mira hacia atrás—le dijo el pope.

Makar obedeció y no vió más que la llanura desierta. El tártaro era un puntito en el horizonte, que desapareció muy pronto por completo.

—Peor para él!—dijo Makar—. ¡Maldito tártaro! ¡Me ha echado a perder mi caballo!

—No—objetó el pope—; no lo ha echado a perder; pero es un caballo robado, y el caballo robado, según el proverbio, no va lejos.

Makar había oído aquel proverbio; pero había visto muchas veces a los tártaros correr muy de prisa en caballos robados. Ahora se convencía de que el proverbio tenía razón. En la llanura aparecieron de nuevo numerosos jinetes. Todos aparentaban ir muy de prisa; sus caballos corrían a todo correr; pero, a pesar de eso, Makar los adelantaba a todos y los dejaba atrás.

La mayor parte eran tártaros; pero había también algunos campesinos de su aldea. Iban sentados en bueyes, a los que pegaban con sus estacas. Makar miraba a los tártaros con hostilidad, y decía que el castigo que se les había impuesto