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Yo no dormía. Mil pensamientos penosos asaltaban mi cabeza.

—No puede usted dormir, señor?—me preguntó el mismo guardia, un sargento. Tenía un rostro bastante simpático, y hasta inteligente; era muy hábil, conocía bien su oficio y precisamente por eso no era demasiado riguroso. En el camino no me fastidiaba con formalidades inútiles.

—No, no duermo—le respondí.

Estuvimos callados un rato. Mi vecino se mueve. Tampoco él puede dormir; se lo impiden los pensamientos que acuden a su mente. El segundo guardia, su ayudante, muy joven aún, duerme con el sueño de un hombre robusto, pero muy cansado. A veces, balbucea algo con una voz indistinta.

Oigo de nuevo la voz baja y tranquila del saigento:

—Me causan ustedes extrañeza. Son jóvenes, de crigen noble, instruídos... Y, sin embargo, pasan toda su vida de esa manera...

—¿De qué manera?

—¡Ah, señor! Algo comprendemos nosotros.

Hasta comprendemos muy bien que ustedes están habituados desde la infancia a una vida muy diferente...

—No diga usted tonterías. Tenemos harto tiempo para perder la costumbre —Pero, por lo menos, no afirmarán ustedes que están contentos.