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nes, guardaba el dinero y los documentos, arreglaba las cuentas; yo, en calidad de ayudante suyo, debía vigilar a la deportada, desempeñar comisiones, etc.

Al romper el alba del día en que debíamos partir, Ivanov estaba ya borracho. En suma, era un hombre en quien no se podía tener confianza.

Ahora no está ya de servicio: se le despidió.

Delante de los jefes era servil, y hasta denunciaba a sus compañeros; pero cuando no estaba vigilado por los jefes, empezaba a beber.

Pues bien; llegamos a la prisión, presentamos los documentos y esperamos. Yo tenía curiosidad por ver a la señorita que íbamos a acompañar tan lejos; jamás había visto una deportada política.

Esperamos casi una hora a que hiciera sus preparativos de viaje. No traía en la mano más que un paquetito: un refajo, varias cosillas de tocador, algunos libros. "No es rica”—pensé yo. Quedé sorprendido al verla, tan joven, casi una niña.

Cabellos rubios, recogidos en una gruesa trenza; las mejillas rojas. Pero era la excitación lo que enrojecía sus mejillas; después, durante todo el viaje, su rostro estuvo pálido. Desde el primer momento me dió lástima de ella. Probablemente, pensé, ha merecido este castigo ha hecho algo malo... Y, sin embargo, al mirarla, se me partía el corazón...

Se envolvió en una capa y se calzó unos chanclos. Examinamos su paquete, como era nuestro


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