Consentía, pero tenía miedo.
—En esta población hay un coronel... Podríamos tener qué sentir... Si quieres, vete a pedirle permiso; yo me siento mal.
El coronel vivía muy cerca.
—No—dije a Ivanov—. Vamos todos con la señoritame atrevía a dejarla sola con mi compa ñero; podía dormirse éste, y ella, sin vigilancia, huir o... ¡quién sabe!... suicidarse.
Los tres fuimos a ver al coronel.
—¿Qué hay?—nos preguntó.
La señorita le expuso la situación; pero en vez de hablar respetuosamente, de suplicarle, usó expresiones muy severas: "Usted no tiene derecho!" "Esto es cruel!", y así por el estilo,, como todos ustedes, los revolucionarios, acostumbran a hablar a los jefes. Cuando acabó, él le respondić cortésmente:
—No puedo hacer nada... Es la ley...
Ella enrojeció de cólera, y sus ojos se pusieron como carbones candentes.
—La ley!—exclamó con desprecio y con una risa maligna.
—Sí, la ley—subrayó el coronel.
Estaba yo tan angustiado, que, olvidando toda disciplina, me dirigí al coronel:
—Naturalmente, mi coronel, según la ley, no se puede, pero... puesto que está tan enferma...
El coronel fijó en mí una mirada severa.
—¿Cómo te llamas?—me preguntód by —4
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