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Iankel había encontrado un digno sustituto; su sucesor entendía los negocios todavía mejor que él. Hacía circular su dinero entre los campesinos, como corderos en las praderías; pero en el momento preciso lo reunía de nuevo en sus arcas con los intereses. Iankel no existía ya, y nadie perturbaba al molinero en sus empresas.

Para decir la verdad, los habitantes de Novokamenka vertían no pocas lágrimas a causa del molinero; se lloraban quizá más que a causa de Iankel, aunque esto no os lo podría decir con toda certeza. Además, ¿quién puede medir los sufri mientos humanos? ¿Quién puede contar las lágrimas? Nadie puede medirlas ni contarlas, ni aun los mismos que sufren y lloran...

VIII

Me es muy desagradable referiros estas cosas de mi amigo el molinero Felipe; pero no hay otro remedio: una vez comenzada la historia, hay que terminarla.

Pues bien, oíd lo que os voy a decir. Había una gran diferencia entre el viejo Iankel y el molinero. El judío necesitaba los rublos que se encontraban en los bolsillos de los aldeanos. Cuando tenía conocimiento de que alguien tenía un rublo, perdía la serenidad del alma, no podía dormir y buscaba los medios de apoderarse de aquel rublo.

Si lo lograba, se ponía muy contento, y toda su familia se regocijaba con él.

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