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ces, chocaban con todo aquel mundillo; en cambio, cuando cansado y nervioso, guardaba silencio durante veladas enteras, decían de él que era demasiado orgulloso y harto metido en sí. Sospechábase y esto era lo más terrible que escribía novelas, y que iba allí a observar, para describir luego cuanto veía y oía.

Bobrov notaba aquella "hostilidad sorda"; veía muy bien que no se le atendía como a los demás en la mesa y que la señora Zinenko le lanzaba a veces miradas de desprecio. Sin embargo, frecuentaba aquella casa. ¿Amaba a Nina? El mismo no hubiera sabido responder a esta pregunta.

Cuando dejaba de verla tres o cuatro días, experimentaba una dulce y melancólica tristeza. Evocaba, en sus recuerdos, su figurita esbelta y graciosa, la mirada de sus ojos negros, sombreados por largas cejas, el perfume de su cuerpo, que le recordaba el olor de las primeras yemas primaverales de un álamo.

Pero cuando se le ocurría pasar en casa de Zinenko tres veladas seguidas, sentía un disgusto profundo por aquella sociedad, por sus banales conversaciones, siempre las mismas, y por sus costumbres de un refinamiento vulgar. Entre las cinco señoritas y los caballeros que flirteaban con ellas, habíanse establecido, de una vez para siempre, relaciones de una frivolidad detestable. Unos y otras fingían estar divididos en dos campos beligerantes; un caballero cogía por broma cualquier objeto perteneciente a una de