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tura. Otros dos obreros, en lo alto, echaban sin cesar a sus camaradas de abajo, el carbón que se apilaba en grande montones, semejantes a negras colinas.

A Bobrov le parecía que aquel trabajo ininterrumpido tenía un carácter casi sobrehumano y, al mirarlo, se le oprimía el corazón. Pensaba que una fuerza misteriosa tenía sujetos a aquellos esclavos del trabajo, por toda su vida, junto a las fauces abiertas del monstruo, y que, so pena de una muerte terrible, estaban obligados a dar, sin cesar, el alimento a la bestia insaciable.

—¡Buenos días, Andrey Ilich! ¿Está usted mirando cómo echan el pasto a su Moloch?—dijo, de pronto, detrás de Bobrov, la voz del doctor Goldberg.

Bobrov se estremeció hasta el punto de caer casi en el foso: tal era la contradicción ruidosa entre aquella voz alegre y bonachona y sus propios pensamientos. Aun después de reponerse de la sorpresa, no pudo en mucho rato dominar la penosa impresión.

¡Parece que le he asustado a usted, querido! preguntó el doctor, mirando fijamente a Bobrov—. Perdóneme usted si es así.

—Sí. ¡Fué tan inesperado!... Se ha acercado usted sin hacer ruido...

—No, Andrey Ilich; es absolutamente preciso que cuide usted esos nervios. No valen nada.

Oígame usted bien: pida un permiso, y váyase una temporada al extranjero. Eso le sentará bien,