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Página:El gallo de Sócrates (Colección de Cuentos).djvu/129

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Pérez había llegado á Aguachirle algunos días antes que Alvarez. Se quejaba de todo; del cuarto que le habían dado, del lugar que ocupaba en la mesa redonda, del bañero, del pianista, del médico, de la camarera, del mozo que limpiaba las botas, de la campana de la capilla, del cocinero, y de los gallos y los perros de la vecindad, que no le dejaban dormir. De los bañistas no se atrevía á quejarse, pero eran la mayor molestia. «¡Triste y enojoso rebaño humano! Viejos verdes, niñas cursis, mamás grotescas, canónigos egoistas, pollos empalagosos, indianos soeces y avaros, caballeros sospechosos, maníacos insufribles, enfermos repugnantes, ¡peste de clase media! ¡Y pensar que era la menos mala! Porque el pueblo... ¡uf! ¡el pueblo! Y aristocracia, en rigor, no la había. ¡Y la ignorancia general! ¡Qué martirio tener que oir, á la mesa, sin querer, tantos disparates, tantas vulgaridades que le llenaban el alma de hastío y de tristeza!»

Algunos entrometidos, que nunca faltan en los balnearios, trataron de sonsacar á Pérez sus ideas, sus gustos; de hacerle hablar, de intimar en el trato, de obligarle á participar de los juegos comunes; hasta hubo un tontiloco que le propuso bailar un rigodón con cierto dueña... Pérez tenía un arte especial para sacudirse estas moscas. A los discretos los tenía lejos de sí á las pocas palabras; á los indiscretos, con más trabajo y alguna frialdad inevitable; pero no tardaba mucho en verse libre de todos.

Además, aquella triste humanidad le estorbaba