La dama contesta con monosílabos, y á veces con señas.
El de Pergamino, despechado, se aburre. En una estación, la enlutada mira con impaciencia por la ventanilla.
—¡Aquí, aquí!—grita de pronto;—Fernando, Adela, aquí...
Una pareja, también de luto, entra en el reservado: la enlutada del coche los abraza, sobre el pecho de la otra mujer llora, sofocando los sollozos.
El tren sigue su viaje. Despedida, abrazos otra vez, llanto...
Quedaron de nuevo solos la dama y el duque.
Pergamino, muerto de impaciencia, se aventura en el terreno de las posibles indiscreciones. Quiere saber á toda costa el origen de aquellas penas, la causa de aquel luto... Y obtiene fría, seca, irónica, entre lágrimas, esta breve respuesta:
—Soy la viuda del otro... del capitán Fernández.