maduras, coches, velocípedos de maniquí, grandes pelotas, ni demás chucherías: lo que había de comprar á Marcelín era aquella plaza fuerte que estaba siendo la admiración de cuatro ó cinco granujas que rodeaban á Miajas junto al escaparate.—¡Lo que puede la voluntad!—pensaba el humilde empleado;—estos chicos cargarían con esa maravilla del arte de divertir á los niños, con no menos placer que yo; en materia de posibles, allá nos vamos estos pilluelos y yo, y sin embargo, ellos se quedan con el deseo, y yo entro ahora mismo en el comercio y compro eso... y se lo llevo á Marcelín... ¿En qué está el privilegio, la diferencia? ¿En los cuartos? ¡No! ¡Mil veces no! En la voluntad. Es que yo quiero de veras que ese juguete sea de mi hijo.
Y entró, y compró la plaza fuerte que le deslumbraba con el metal de sus cañones, cureñas y cuantos pertrechos eran del caso.
Cuando Marcelín viera aquellas torres y murallas, casamatas, puentes, troneras, soldados, tremendas piezas de artillería, se volvería loco; creería estar soñando. ¡Para él tanta hermosura!...
Al ir á pagar después que el juguete estuvo sobre el mostrador, don Baltasar sintió un nudo en la garganta...
—Verán ustedes,—dijo;—no me lo llevo ahora precisamente porque... naturalmente... no he de cargar con ese armatoste...
—Lo llevará un demandadero...
—No; no, señores; no se molesten ustedes. Dèjen-