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Página:El gallo de Sócrates (Colección de Cuentos).djvu/42

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tos pirenáicos, se desvanecía, y quedaba el horror sublime de la noche sin luz, callada, yerta, terrible imitación de la nada primitiva.

En la ceniza de los espesos nubarrones que se agrupaban en rededor de los picachos, cual si fueran á buscar nido, albergue, se hizo de repente más densa la sombra; y si ojos de sér racional hubieran asistido á la tristeza de aquel fin de crepúsculo en lo alto del puerto, hubieran vislumbrado en la cerrazón formas humanas, que parecían caprichos de la niebla al desgarrarse en las aristas de las peñas, recortadas algunas como alas de murciélago, como el ferreruelo negro de Mefistófeles.

En vez de ir deformándose, desvaneciéndose aquellos contornos de figura humana, se fueron condensando, haciendo reales por el dibujo; y si primero parecían prerrafaélicos, llegaron á ser después dignos de Velázquez. Cuando la obscuridad, que aumentaba como ávida fermentación, volvió á borrar las líneas, ya fué inútil para el misterio, porque la realidad se impuso con una voz, vencedora de las tinieblas: misión eterna del Verbo.

—Hemos caído de pie, pero no con fortuna. Creo que hemos equivocado el planeta. Esto no es la Tierra.

—Yo os demostraré, Quevedo, con Aristóteles en la mano, que en la Tierra, y en tierra de España estamos.

—¿Ahí tenéis al Peripato y no lo decíais? Y en la mano; dádmelo á mi para calentarme los pies metièndolos en su cabeza, olla de silogismos.