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Página:El gallo de Sócrates (Colección de Cuentos).djvu/47

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viéramos... Yo tengo escrito un viaje que llamo de Madrid á Gijón, y en él expreso el deseo de que algún día...

—¡Jesús nos valga!...—interrumpió Calderón;—entramos en un antro, en una cárcel... aquí toco una pared fría que chorrea... y aquí otra pared...

—Entramos, por lo visto, en la cueva de un oso. Ya tenemos posada. Dios nos libre del huésped...

Interrumpió á Quevedo y pasmó á todos un quejido terrible, intenso, que sonó lejos; un silbido ensordecedor y poderoso, de monstruo desconocido... Y de repente vieron á gran distancia un punto rojo de luz, que se acercaba; y oyeron estrépito de cadenas y mil infernales choques de hierro contra hierro, bramidos horrísonos. Un monstruo inmenso, negro, que se les echaba encima para devorarlos, les hizo, con el terror, caer en tierra. Todos se pegaron, cuan largos eran, á la fría pared que sudaba una asquerosa humedad. Los más cerraron los ojos; pero algunos, como fray Luis de León y Jovellanos, tuvieron ánimo para contemplar el peligro, y vieron pasar, como un relámpago, inmenso dragón negro, vomitando ascuas, rodeado de humo...

—No hemos caído en la Tierra, sino en el infierno,—dijo Quevedo cuando todos estuvieron en pie, algo menos asustados, si no tranquilos.

—Salgamos de esta cueva maldita, si podemos,—propuso Tirso.

—Volvamos sobre nuestros pasos...

—Sí, una honrosa retirada.

Salieron como pudieron de la cueva, antro ó lo