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Página:El gallo de Sócrates (Colección de Cuentos).djvu/51

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poco más ó menos, aquellos ilustres varones supieron de qué se trataba.

Estaban en la Tierra; los hombres atravesaban las montañas en máquinas rapidísimas, movidas por el fuego, ¡y esas máquinas se llamaban... como ellos! Aquella, Tirso de Molina; otras, de fijo, se llamarían Jovellanos, Quevedo, Cervantes... como los demás hijos ilustres de España.

—Señores,—dijo D. Gaspar,—ya lo veis; el mundo no está perdido, ni vosotros olvidados. Ilustre poeta mercenario, ¿qué dice vuestra merced de esto? ¿Sábele tan mal que á este portento de la ciencia y de la industria le hayan puesto los hombres de este siglo el seudónimo glorioso de Tirso de Molina?

Sonrió Tirso, y con toda sinceridad se declaró satisfecho al encontrarse con tal tocayo.

—Verdad es que no lo siento. Pero á mal mundo hemos venido si queríamos para siempre curarnos de vanidades.

—¡Oh, quién sabe, quién sabe! Acaso no lo sean—advirtió don Gaspar.—La gloria que da el mundo no es gloria; pero agradecer el recuerdo, el cariño de los míseros mortales, acaso no sea indigno de los bienaventurados.