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El hombre mediocre

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181 das de ideal: más cobardes porque se dirigen a plebes que no saben descubrir el embuste. Halagar a los ignorantes y merecer su aplauso, hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento a la propia dignidad.

En los climas mediocres, mientras las masas siguen a los charlatanes, los gobernantes prestan oído a los quitamotas.

Los vanidosos viven fascinados por la sirena que los arrulla sin cesar, acariciando su sombra; pierden todo criterio para juzgar sus propios actos y los ajenos; la intriga los aprisiona; la adulación de los serviles los arrastra a cometer ignominias: como esas mujeres que alardean su hermosura y acaban por prestarla a quienes la corrompen con elogios desmedidos. El verdadero mérito es desconcertado por la adulación: tiene su orgullo y su pudor como la castidad. Los grandes hombres dicen de sí, naturalmente, elogios que en labios ajenos los harían sonrojar; las grandes sombras gozan oyendo las alabanzas que temen no merecer.

Las mediocracias fomentan ese vicio de siervos. Todo el que piensa con cabeza propia, o tiene un corazón altivo, se aparta del tremedal donde prosperan los envilecidos. "El hombre excelente escribió La Bruyére —no puede adular; cree que su presencia importuna en las cortes, como si su virtud o su talento fuesen un reproche a los que gobiernan". Y de su apartamiento aprovechan los que palidecen ante sus méritos, como si existiera una perfecta compensación entre la ineptitud y el rango, entre las domesticidades y los avanzamientos.

De tiempo en tiempo alguno de los mejores se yergue entre todos y dice la verdad, como sabe y como puede, para que no se extinga ni se subvierta, transmitiéndola al porvenir. Es la virtud cívica: lo innoble es calificado con justeza; a fuerza de velar los nombres acabaría por perderse en los espíritus la noción de las cosas indignas. Los Tartufos, enemigos de toda luz estelar y de toda palabra sonora, persígnanse ante el herético que devuelve sus nombres cosas. Si dependiera de ellos la sociedad se transformaría en una cueva de mudos, cuyo silencio no interrumpiese ninlas