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El hombre mediocre

a mo un herpes moral que se agranda en silencio hasta manchar ignominiosamente la fisonomía de toda una época.

198 * Las mediocracias niegan a sus arquetipos el derecho de elegir su oportunidad. Los atalajan en el gobierno cuando su organismo vacila y su cerebro se apaga: quieren al inservible o al romo. Hombres repudiados en la juventud, son consagrados en la vejez: a esa edad en que las buenas intenciones son un cansancio de las malas costumbres. Eligen a los que usaron esclavizarse de su vientre, comiendo hasta hartarse y bebiendo hasta aturdirse, devastando su salud en noches blancas, rebajando su dignidad en la insolvencia de los tapetes verdes, tornándose impropios para todo esfuerzo continuado y fecundo, preparando esas decrepitudes en que el riñón se fosiliza y el hígado se almibara.

Esa es la mejor garantía para el rebaño rutinario; su odio a la originalidad lo impele hacia los hombres que empiezan a momificarse en vida.

Mientras la vejez va borrando los últimos rasgos personales de los arquetipos, sus cómplices se confabulan para ocultar su progresivo reblandecimiento, eximiéndole de toda faena y adminiculándole de ingenuas ficciones. Poco a poco el carcanal huye de sus residencias naturales y se aisla; regatea las ocasiones de mostrarse en plena luz, exhibiéndose en reducidas vidrieras, donde los pavorreales pueden lucir, desde lejos, los cien ojos de Argos plantados en sa cola. Inciertos ya para pensar, necesitan más que nunca el zahumerio de todos los incensarios: la adulonería acaba por cubrirlos de lubrificantes. Las apologías se redoblan a medida que ellos van desapareciendo, minado el cerebro por vergonzosas enfermedades contraídas en el trato lupanario de las cortesanas.

El crepúsculo sobreviene implacable, a fuego lento, gota a gota, como si el destino quisiera desnudar su vaciedad pieza por pieza, demostrándola a los más empecinados, a los que podrían dudar si murieran de golpe, sin ese pausado destenimiento,