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José Ingenieros

cualquier resplandor irrita los ojos enfermos. Se puede odiar á las cosas y á los animales; sólo se puede envidiar á los hombres. El odio puede ser justo, motivado; la envidia es siempre injusta, pues la prosperidad no daña á nadie. Estas dos pasiones, como plantas de una misma especie, se nutren y fortifican por causas equivalentes: se odia más á los más perversos y se envidia más á los más meritorios. Por eso Temístocles decía, en su juventud, que aún no había realizado ningún acto brillante, porque todavía nadie le envidiaba. Así como las cantáridas prosperan sobre los trigales más rubios y los rosales más florecientes, la envidia alcanza á los hombres más famosos por su carácter y por su virtud. El odio no es desarmado por la buena ó la mala fortuna; la envidia sí. Un sol que ilumina perpendicularmente desde el más alto punto del cielo reduce á nada ó muy poco la sombra de los objetos que están debajo: así, observa Plutarco, el brillo de la gloria achica la sombra de la envidia y la hace desaparecer.

El odio que clama y asalta es temible; la envidia que calla y conspira es repugnante. Algún libro admirable dice que ella es como las caries de los huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, ó debiera serlo. Las palabras más crueles que un valiente arroja á la cara no ofenden la centésima parte de las que el envidioso va sembrando constantemente á la espalda. Ignora las reacciones del odio y expresa su inquina tartajeando, incapaz de encresparse en ímpetus viriles: diríase que su