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El hombre mediocre

intenciones son un cansancio de las malas costumbres. Eligen á los que usaron esclavizarse de su vientre, comiendo hasta hartarse y bebiendo hasta aturdirse, devastando su salud en noches blancas, rebajando su dignidad en la insolvencia de los tapetes verdes, tornándose impropios para todo esfuerzo continuado y fecundo, preparando esas decrepitudes en que el riñón se fosiliza y el hígado se almibara. Ésa es la mejor garantía para el rebaño rutinario; su odio á la originalidad lo impele hacia los hombres que empiezan á momificarse en vida.

Mientras la vejez va borrando los últimos rasgos personales de los arquetipos, sus cómplices se confabulan para ocultar su progresivo reblandecimiento, eximiéndole de toda faena y adminiculándole de ingenuas ficciones. Poco á poco el carcamal huye de sus residencias naturales y se aisla; regatea las ocasiones de mostrarse en plena luz, exhibiéndose en reducidos escenarios oligárquicos: vidrieras donde los pavorreales pueden exhibir los cien ojos de Argos plantados en su cola. Inciertos ya para pensar, necesitan más que nunca el zahumerio de todos los incensarios: la adulonería acaba por cubrirlos de lubrificantes. Las apologías se redoblan á medida que ellos van desapareciendo, disueltos como enormes azucarillos.

El crepúsculo sobreviene implacable, á fuego lento, gota á gota, como si el destino quisiera desnudar su vaciedad pieza por pieza, demostrán