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José Ingenieros

solarse; éste se ausenta de los demás para zambullirse en la sombra. El individualismo es noble si un ideal lo alienta y lo eleva; sin ideal, es una caída á más bajo nivel que la mediocridad misma.

En la Cirenaica griega, cuatro siglos antes del evo cristiano, Aristipo anunció que la única regla de la vida era el placer máximo, buscado por todos los medios, como si la naturaleza dictara al hombre el hartazgo de los sentidos y la ausencia de ideal. La sensualidad, erigida en sistema, llevaba al placer tumultuoso, sin seleccionarlo. Los cirenaicos llegaron á despreciar la vida misma: sus últimos pregoneros encomiaron el suicidio. Tal ética, practicada instintivamente por los escépticos y los depravados de todos los tiempos, no fué lealmente erigida en sistema después de entonces. El placer—como simple sensualidad cuantitativa—es absurdo é imprevisor; no puede sustentar una moral. Sería erigir á los sentidos en jueces. Deben ser otros. ¿Estaría la felicidad en perseguir un interés bien ponderado? Un egoísmo prudente y cualitativo, que elija y calcule, reemplazaría á los apetitos ciegos. En vez del placer basto tendríase el deleite refinado, que prevé, coordina, prepara, goza antes é infinitamente más, pues la inteligencia gusta de centuplicar los goces futuros en sabias alquimias de preparación. Los epicúreos se apartan ya del cirenaísmo. Aristipo refugia la dicha en los burdos goces materiales; Epicuro la encumbra en la mente, la idealiza por la imaginación. Para aquél valen todos los placeres