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El hombre mediocre

prodúceles efectos de envenenamiento. Sus pupilas se deslizan frívolamente sobre centones absurdos; gustan de los más superficiales, de ésos en que nada podría aprender un espíritu claro, aunque resultan bastante profundos para empantanar al torpe. Tragan sin digerir, hasta el empacho mental; ignoran que el hombre no vive de lo que engulle, sino de lo que asimila. El atascamiento puede convertirlos en eruditos y la repetición darles hábitos de rumiante. Pero apiñar datos no es aprender; tragar no es digerir. La más intrépida paciencia no hace de un rutinario un pensador; la verdad hay que saberla amar y sentir. Las nociones mal digeridas sólo sirven para atorar el entendimiento.

Pueblan su memoria con máximas de almanaque y las resucitan de tiempo en tiempo, como si fueran sentencias. Su cerebración precaria tartamudea pensamientos adocenados, haciendo gala de simplezas que son la espuma inocente de su tontería. Incapaces de espolonear su propia cabeza, renuncian á cualquier sacrificio, alegando la inseguridad del resultado; no sospechan que «hay más placer en marchar hacia la verdad que en llegar á ella».

Sus creencias, amojonadas por los fanatismos de todos los credos, abarcan zonas circunscritas por supersticiones pretéritas. Llaman ideales á sus prejuicios y principios á sus preocupaciones, sin advertir que son simple rutina embotellada, parodias de razón, opiniones sin juicio. Representan al