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El hombre mediocre

pastado medio siglo antes por sus predecesores. Esos fieles de la rapsodia y de la paráfrasis practican una pudibunda modestia, que es la mentira convencional de los mediocres; se admiran entre sí, con solidaridad de logia, execrando cualquier soplo de ciclón ó revoloteo de águila. Palidecen ante el orgullo desdeñoso de los hombres cuyos ideales no sufren inflexiones; fingen no comprender esa virtud de santos y de sabios, supremo desprecio de todas las mentiras veneradas por la mediocridad.

El escritor mediocre, tímido y prudente, resulta inofensivo. Solamente la envidia puede encelarle; entonces prefiere hacerse crítico. La maledicencia oral tiene, en cambio, eficacias inmediatas, pavorosas. Está en todas partes y agrede en cualquier momento. Cuando se reúnen espíritus pazguatos, para turnarse en decires sin interés para quien los dice y quien los escucha, el terreno es propicio para que el más alevoso comience á maldecir de algún ilustre, rebajándolo hasta su propio nivel. La eficacia de la difamación arraiga en la complacencia tácita de quienes la escuchan, en la cobardía colectiva de cuantos pueden escucharla sin indignarse. Moriría si ellos no le hicieran una atmósfera vital. Ése es su secreto. Semejante á la moneda falsa: es circulada sin escrúpulos por muchos que no tendrían el valor de acuñarla.

Las lenguas más acibaradas son las de aquéllos que tienen menos autoridad moral, como enseña Molière desde la primera escena del Tartufo: