de improviso sino por rodeos dármele á conocer.
—Yo os digo, respondió el cura, que yo lo trazaré de modo que todos quedemos satisfechos.
Ya en esto estaba aderezada la cena, y todos se sentaron á la mesa, eceto el cautivo y las señoras, que cenaron de por sí en su aposento. En la mitad de la cena dijo el cura :
—Del mismo nombre de vuestra merced, señor oidor, tuve yo una camarada en Costantinopla, donde estuve cautivo algunos años, la cual camarada era uno de los valientes soldados y capitanes que había en toda la infantería española; pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso, tenía de desdichado.
—¿Y cómo se llamaba ese capitán, señor mío?
preguntó el oidor.
—Llamábase, respondió el cura, Ruy Pérez de Viedma, y era natural de un lugar de las montañas de León, el cual me contó un caso que á su padre con sus hermanos le había sucedido, que á no contármelo un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas cuentan en invierno al fuego; porque me dijo que su padre había dividido su hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos mejores que los de Catón. Y sé yo decir, que el que él escogió de venir á la guerra le había sucedido tan bien, que en pocos años por su valor y esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió á ser capitán de infantería, y á verse en camino y predicamento de ser presto maestre de campo; pero fuéle la fortuna contraria, pues donde la pu era esperar y ener buena, allí la perdió con perder la libertad en la felicísima jornada donde tantos la cobraron, que fué en la batalla de