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ras; y con esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de Marcela, la cual, fuera de ser cruel y un poco arrogante y un mucho desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna.

—Así es la verdad, respondió Vivaldo; y queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visión (que tal parecía ella) que improvisamente se les ofreció á los ojos, y fué que por cima de la peña donde se cavaba la sepultura, pareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba á su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto, la miraban con admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados á verla, no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de ánimo indignado, le dijo:

—Vienes á ver por ventura, oh, fiero basilisco destas montañas, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable, á quien tu crueldad quitó la vida? ó vienes á ufanarte en las crueles hazañas de tu condición? ó á ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su abrasada Roma? ó á pisar arrogante este desdichado cadáver como la ingrata hija el de su padre Tarquino? Dinos presto á lo que vienes, ó qué es aquello de que más gustas, que por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.

L —No vengo, ¡oh Ambrosio! á ninguna cosa de las que has dicho, respondió Marcela, sino á volver por mí misma, y á dar á entender cuán fuera