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aquellas alabanzas de su boca, y comencé á temer, y con razón á recelarme dél, porque no se pasaba momento donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la plática aunque la trujese por los cabellos: cosa que despertaba en mí un no sé qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de su bondad y de la fe de Luscinda; pero con todo eso me hacía temer mi suerte lo mismo que ella me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo á Luscinda enviaba, y los que ella me respondía, á título de que de la discreción de los dos gustaba mucho. Acaeció pues que habiéndome pedido Luscinda un libro de caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era el de «Amadís de Gaula...» No hubo bien oído don Quijote nombrar el libro de caballerías, cuando dijo:

—Con que me dijera vuestra merced al principio de su historia que su merced de la señora Luscinda era aficionada á libros de caballerías, no fuera menester otra exageración para darme á entender la alteza de su entendimiento, porque no le tuviera tan bueno como vos, señor, le habéis pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda: así que, para conmigo no es menester gastar más palabras en declararme su hermosura, valor y entendimiento, que con sólo haber entendido su afición, la confirmo por la más hermosa y más discreta mujer del mundo; y quisiera yo, señor, que vuestra merced le hubiera enviado junto con «Amadís de Gaula» al buen de «don Rugel de Grecia», que yo sé que gustara la señora Luscinda mucho de Daraida y Garaya, y de las discreciones del pastor Darinel, y de aquellos admirables versos de sus bucólicas cantadas y representadas por él con todo