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arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño; y así viendo que no habían sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo señas á los otros dos que se agazapasen ó escondiesen detrás de unos pedazos de peña que allí había; así lo hicieron todos mirando con atención lo que el mozo hacía, el cual traía puesto un capotillo pardo, de dos haldas muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca: traía ansimismo unos calzones y polainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda.

Tenía las polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que sin duda alguna de blanco alabastro parecía. Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego con un paño de tocar, que sacó de bajo de la montera, se los limpió; y al querer quitársele alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole estaban, de ver una hermosura incomparable, tal que Cardenio dijo al cura con voz baja: Esta ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina. El mozo se quitó la montera, y sacudiendo la cabeza á una y otra parte, se comenzaron á descoger y desparcir unos cabellos que pudieran los del sol tenerles envidia: con esto conocieron que el que parecía labrador, era mujer, y delicada, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido á Luscinda, que después afirmó que sola la belleza de Luscinda podía contender con aquella.

Los luengos y rubios cabellos no sólo le cubrieron las espaldas, más toda en torno la escondieron debajo dellos, que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía: tales y tantos eran. En esto le sirvió de peine unas manos, que si los pies en el agua habían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de apret nieve todo lo cual en más ad-