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campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años: era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada ó Quesada (que en esto hay alguna diferencia entre los autores que deste caso escriben) aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco á nuestro cuento:

basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad. Es pues de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba á leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó á tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías que leer, y se llevó á su casa todos cuantos pudo haber dellos, y de todos ninguno le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva; porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba á leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: «la razón de la sinrazón que á mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura.» Y también cuando leía:

«los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.» Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas