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—Tan alta es, respondió Sancho, que á buena fe que me lleva á mí más de un coto.

—Pues cómo, Sancho? dijo don Quijote, ¿haste medido tú con ella?

—Medíme en esta manera, respondió Sancho, que llegando a ayudar á poner un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos, que eché de ver que me llevaba más de un gran palmo.

—Pues es verdad, replicó don Quijote, que no acompaña esa grandeza y la adorna con mil millones de gracias del alma. Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto á ella no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto á dalle nombre, digo un tuho ó un tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero?

—Lo que sé decir, dijo Sancho, es que sentí un olorcillo algo hombruno, y debía de ser que ella con el mucho ejercicio estaba sudada y algo correosa.

—No sería eso, respondió don Quijote, sino que tú debías de estar romadizado, ó te debiste de oler á tí mismo; porque yo sé bien á lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.

—Todo puede ser, respondió Sancho, que muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Duleinea; pero no hay de qué maravillarse, que un diable parece á otro.

Y bien, prosiguió don Quijote, he aquí que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al molino:

¿qué hizo cuando leyó la carta?

—La carta, dijo Sancho, no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir, antes la rasgó y la