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acompañaban, y dos mozos de mulas á pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que iba á Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba á las Indias con muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divisó don Quijote, cuando dijo á su escudero:

—O yo me engaño, ó esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben ser y son sin duda algunos encantadores, que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto á todo mi poderío.

—Peor será esto que los molinos de viento, aijo Sancho mire, señor, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera: mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe.

—Ya te he dicho, Sancho, respondió don Quijote, que sabes poco de achaque de aventuras: lo que yo digo es verdad y ahora lo verás. Y diciendo esto, se adelantó, y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y en llegando tan cerca que á él le pareció que le podían oir lo que dijese, en alta voz dijo: Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas, si no aparejaos á recebir presta muerte por justo castigo de vuestras malas obras.

Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de don Quijote, como de sus razones, á las cuales respondieron :

—Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito, que vamos nuestro camino, y no sabemos