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espada, y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno, con determinación de quitarle la vida. El vizcaíno, que así le vió venir, aunque quisiera apearse de la mula, que por ser de las malas de alquiler no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz; mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones, que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar á su ama y á toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso á mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dió el vizcaíno una gran cuchillada á don Quijote encima de un hombro por encima de la rodela, que á dársela sin defensa le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dió una gran voz diciendo: ¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura! socorred á este vuestro caballero que por satisfacer á la vuestra mucha bondad en este riguroso trance se halla.

El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bieu de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fué en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo á la de un solo golpe. El vizcaíno que así le vió venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó de hacer lo mismo que don Quijote; y así le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula á una ni á otra parte, que ya de puro cansada y no hecha á -