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CAPÍTULO XVIII.
do al cabo al cabo nos han de traer á tantas desventuras, que no sepamos cual es nuestro pié derecho; y lo que seria mejor y mas acertado, segun mi poco entendimiento, fuera el volvernos á nuestro lugar ahora que es tiempo de la siega, y de entender en la hacienda, dejándonos de andar de ceca en meca y de zoca en colodra, como dicen.—Qué poco sabes, Sancho, respondió Don Quijote, de achaque de caballería: calla y ten paciencia, que dia vendrá donde veas por vista de ojos, cuán honrosa cosa es andar en este ejercicio: si no dime, ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, ó qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla, y al de triunfar de su enemigo? Ninguno sin duda alguna.—Así debe de ser, respondió Sancho, puesto que yo no lo sé: solo sé que despues que somos caballeros andantes, ó vuestra merced lo es, (que yo no hay para que me cuente en tan honroso número) jamas hemos vencido batalla alguna, si no fué la del vizcaino, y aun de aquella salió vuestra merced con media oreja y media celada menos: que despues acá todo ha sido palos y mas palos, puñadas y mas puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento, y haberme sucedido por personas encantadas de quien no puedo vengarme, para saber hasta donde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra merced dice.—Esa es la pena que yo tengo, y la que tú debes tener, Sancho, respondió Don Quijote; pero de aquí adelante yo procuraré haber á las manos alguna espada hecha por tal maestría, que al que la trujere consigo no le puedan hacer ningun género de encantamentos, y aun podria ser que me deparase la ventura aquella de Amadis, cuando se llamaba El caballero de la Ardiente Espada, que fué una de las mejores espadas que tuvo caballero en el mundo, porque fuera que tenia la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no habia armadura por fuerte y encantada que fuese, que se le parase delante.—Yo soy tan venturoso, dijo Sancho, que cuando eso fuese, y vuestra merced viniese á hallar espada semejante, solo vendria á servir y aprovechar á los armados caballeros, como el bálsamo, y á los escuderos, que se los papen duelos.—No temas eso, Sancho, dijo Don Quijote, que mejor lo hará el cielo contigo. En estos coloquios iban Don Quijote y su escudero, cuando vió Don Quijote que por el camino que iban, venia ácia ellos una grande y espesa polvareda, y en viéndola se volvió á Sancho, y le dijo:—Este es el dia, ó Sancho, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte: este es el dia, digo, en que se ha de mostrar tanto como en otro alguno el valor de mi brazo, y en el
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